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Vivir en Maimara

Rodolfo Kusch

Cuando le cuento a alguien que me radiqué definitivamente en Maimará, siempre me responde con un gesto de asombro. ¿Por qué?

En realidad, Maimará no queda tan lejos. Apenas dista unos 80 kilómetros de San Salvador de Jujuy y el camino no es tan malo. Se lo cubre tranquilamente en una hora y media a través de un paisaje admirable. Pero entonces, si la distancia no es tanta y hay medios para cubrirla, ¿por qué el gesto?

El asombro alguna razón tiene que tener, y se diría que hace referencia a que Maimará está ubicada en una zona en la cual no se viviría así no más. Es como si estuviera del otro lado, como salvando una frontera. Y he aquí el problema, ¿existe esa frontera? Y más aún, esa frontera ¿está afuera o adentro de uno?

Los chinos de la época de los Han enviaban a sus ministros, cuando éstos no cumplían debidamente con sus funciones o no respondían a los designios del Emperador, al borde del imperio para qué recobraran sus fuerzas.

Seguramente lo mismo hacían los incas. Tenían un imperio de cuatro zonas y al borde se ubicaba la barbarie. Los incas vivían en el centro del imperio, el Cuzco. Y ese centro, no era sólo el centro geométrico, sino el ombligo del mundo, donde descendían los dioses y desde donde se administraba el imperio. El mundo era concebido como una isla de lucidez donde el emperador era asistido por los dioses, pero cuyo mandato llegaba sólo hasta el borde, ya que un poco más allá no cabía ninguna lucidez porque estaba el caos. Hasta aquí no llegaba el orden puesto por los dedos divinos. Sin embargo, allí empezaba un caos que era necesario ya que al fin de cuentas ahí el ministro debía a realimentarse con nuevas energías.

Símbolos así parecieran responder a un plan divino. Por eso el sentido de por qué se enviaba al ministro al borde del imperio: debe ser el mismo que alienta el clima mítico de los héroes gemelos que descienden al infierno. En un manuscrito maya-quiché denominado el Popol-Vuh se relata el descenso de los héroes gemelos al infierno. Este estaba representado por una ciudad denominada Xibalbá habitada por doce señores. Los héroes vencen a los doce personajes y si bien aquellos son sacrificados, de su muerte surge una nueva era, la de los hombres de maíz. Es el tema de la muerte y transfiguración desarrollado frecuentemente por las cosmogonías.

De estas dos leyendas saquemos sólo un dato: se cruza la frontera de la lucidez, ya sea para recobrar energías como en el caso del ministro, o para recuperar toda la conciencia o sea una lucidez mucho mayor en el caso de los héroes, la conciencia mágica de ser totalmente uno mismo.

Y vivir en Maimará ¿significa descender al infierno? Nos cuesta creer eso. Todos nosotros somos inteligentes y no vamos a aceptar que el infierno se da ahí nomás. Yo soy dueño de mis actos y considero que el espacio está vacío y puedo disponer de mis actos libremente con sólo estudiar bien las circunstancias del caso. Sin embargo, siempre aparece el vecino que me resulta antipático, que la medianera se desvía unos centímetros. Que la casa en que vivo o la cuadra es sagrada respecto a las esquinas. Que mi barrio es sagrado respecto a los otros barrios. Que mi ciudad es más linda que las otras. Que la nación en que vivo es mucho mejor que las naciones que me rodean o que la tierra está habitada por hombres mucho más lindos que los marcianos. Qué rara necesidad nos lleva a constituir un infierno al cabo de una frontera móvil, ya sea después de la medianera, ya sea a una cuadra de mi casa, o a 80 kilómetros, hasta abarcar las galaxias. Realmente no distamos mucho de los incas y de los chinos. Nuestro mundo moderno vive enredado en las telarañas de viejos arquetipos.

¿Es que de nada valieron milenios de lucha para lograr lo que llamamos conciencia y civilización? ¿Siempre nos seguimos creando un pequeño imperio chino para ver a las fuerzas nefastas pintadas enfrente? Puede ser.

Quizá hemos cerrado el camino. Creemos con ingenua convicción que todo eso se supera con sólo decir que somos objetivos, que el espacio está vacío, que no hay fantasmas y que somos profundamente civilizados. Pero ¿por qué digo que hemos errado el camino?

Pues porque si en algo nos aventajan los viejos sabios, como en el caso de la leyenda de los héroes gemelos, se debe a que aquéllos insisten en que las fronteras existen, que el infierno realmente se da del otro lado, pero que, y de aquí la profundidad de su enseñanza, que siempre es necesario descender al infierno, morir y transfigurarse para recobrar a través de las tinieblas la verdadera y auténtica lucidez, la conciencia mágica de ser totalmente uno mismo. ¿Y esto por qué? Pues porque sí. Será porque entra en el misterio del hecho de vivir. Será también porque en lo tenebroso y en lo infernal también andan los dedos de Dios.

Si así fuera vivimos como si estuviéramos en el ombligo del mundo, que, desde mi casa se va diluyendo la ciudad en que vivo y se pierde a 80 kilómetros en un lugar como Maimará, que constituye los confines del imperio mental que hemos levantado para vivir. Siempre en un ombligo, donde vivimos amparados por los dioses, más allá se da el caos, y entre el ombligo y el caos está la frontera que tenemos tanto miedo de cruzar.

Pero lo curioso es que realmente se vive en Maimará. Para dar este paso hubo que pasar de lo habitual donde uno se siente cómodo a lo inhabitual donde se vislumbra la incomodidad y la penuria. ¿La penuria de qué? Pues la verdadera penuria, la de sentirse pleno pese al cambio, la de seguir siendo fuerte, ser realmente uno mismo, pero después de haber saltado la frontera, ésa que uno se había creado. Al otro lado de la frontera está uno mismo otra vez pero ahora frente a la montaña, en medio de la gente de Maimará, la que igual que uno crea su pequeño imperio para vivir, pero para hacer esto con una mayor autenticidad, ya que no alcanzan más las fronteras.

Y entonces ocurre el milagro. Se da realmente mi cuarto donde escribo; afuera, en el patio, está un molle grande; enfrente vive el carpintero Choque, y más allá, del otro lado del río se levanta la montaña.

También ella es una frontera. Y yo sé que si logro cruzarla alguna vez de ir del otro lado, encontraré, como los héroes gemelos, del otro lado, toda la vida, ésa que aún no se ha desprendido de los dedos divinos.

NOTAS

[1] También esto representa un síntoma de aquel fraude que se encuentra a la base de la actitud de la Edad Moderna, y del que he hablado en El ocaso de la Edad Moderna (p. 139).

[2] De esta ambigüedad mítica surge la concupiscencia culpable, e, inversamente, el engaño mítico sólo resulta posible si la conciencia le ha creado ya un ámbito en el alma. Es un conjunto en el cual los diferentes elementos se condicionan mutuamente y justifican el haber querido sustraer el «ciclo» de la existencia injusta al impenetrable comienzo de la libertad. Por el contrario, el «ciclo» que determina la existencia auténtica aparece así: el «corazón puro» abre los ojos para ver la verdad; la verdad vista abre el camino para una pureza más honda; ésta capacita para un conocimiento más elevado, y así sucesivamente.

[3] Tales mitos referidos al hombre sin más no existen en absoluto. La nueva religiosidad mítica que aparece por doquier —brotando de la realidad histórica, filosófica, estética, psicológica, política— se basa en la suposición, no verificada, de que quien habla en el mito es el hombre «natural» sin más y de que, en consecuencia, el mito contiene la interpretación originaria de la existencia. Esta suposición es tan dogmática que sólo contradecirla aparece como un ataque contra lo sagrado. En realidad, el mito es la autoexpresión del hombre que ha realizado su primera decisión. En él no habla la existencia originaría, sino la existencia histórica, es decir, caída. Recalquemos aquí de nuevo que esta existencia no tenía que caer para ser capaz de construir la historia, sino que cayó porque el hombre lo decidió así. El hombre habría podido adoptar también una decisión distinta. Todo lo demás es tragicismo, con el cual se intenta justificar aquella culpa, declarándola necesaria. Este es el único presupuesto desde el cual puede entenderse el mito y el que permite sacar de él sus enseñanzas más profundas. (Sobre este punto espero poder ofrecer pronto reflexiones más precisas.)

[4] Esto es lo que parece ocurrir en el budismo. Mas, aun prescindiendo de que tampoco aquí la línea de la acción redentora rebasa el mundo, la radicalidad de la lucha contra el peligro del poder reside en pensar que la existencia carece totalmente de sentido. La redención consiste, por tanto, en entrar en el «nirvana».

[5] En su trabajo Rehabilitación de la virtud (Abhandlungen und Aufsätze, tomo I, 1915), Max Scheler ha mostrado hasta qué punto el hombre moderno carece de capacidad para juzgar sobre la humildad y cómo necesita una apertura de sus sentidos interiores para poder meramente captar este fenómeno.

CULTURA Y SUJETO CULTURAL EN EL PENSAMIENTO DE RODOLFO KUSCH

Juan David Quiceno-Osori

“El problema de América en materia de filosofía es saber quién es el sujeto del filosofar. Evidentemente, el discurso filosófico tiene un solo sujeto, y éste será un sujeto cultural. Mejor dicho, la filosofía es el discurso de una cultura que encuentra su sujeto.” – Rodolfo Kusch 

0. Enfoque 

Si tuviéramos que caracterizar genéricamente el esfuerzo filosófico de Rodolfo G. Kusch (1922-1979), no podríamos dejar de aludir a su obsesiva insistencia por pensar l o propio de América”. Insistencia que dibuja un vasto y recurrente camino que va desde las investigaciones sobre la estética popular, la antropología indígena, el diálogo crítico con los filósofos europeos contemporáneos, hasta la creación literaria2. Pensar lo propio de América exige, para Kusch, no sólo una disciplinada conducta para estudiar lo americano, sino fundamentalmente una opción vital que dé cuenta de un compromiso existencial con la realidad de nuestra América. Para Kusch, pensar lo americano fue, en suma,decidirse por lo americano 3

Desde la perspectiva filosófica, nuestro autor afirma que el problema de América “no consiste en que su realidad sea indómita, sino antes bien, en el hecho de que no tenemos formas de pensamiento para comprenderlo” (GHA-93). Este dramático reconocimiento signó la empresa filosófica de Kusch como un acalorado empeño por elaborar un horizonte de comprensión que permitiera acceder a su “América profunda”. Y en este intento advirtió una primera y decisiva condición: “Parto de la tesis -expresa Kusch- de que la pregunta por el pensamiento popular encubre la posibilidad de un pensar propio” (GHA-147). De modo tal que la elaboración de una filosofía auténticamente latinoamericana debe reconocer a esa realidad llamada “pueblo” como su irreductible “lugar” filosófico. 

En el presente trabajo buscamos reconstruir analíticamente el marco conceptual (si cabe la expresión) en el que Kusch aborda la problemática del sujeto cultural, y avanzamos la hipótesis de que este tema constituye una de las vías más fecundas para acceder al corpus kuscheano y recorrer su complejidad 4 .Por otra parte, la problematización de la subjetividad desde un pensamiento conflictivamente “situado”, como el de Kusch, introduce un sugerente contraste en el generalizado clima posmoderno de nuestros días. 

Es preciso añadir que el tema del sujeto cultural encierra dos dificultades metodológicas para su libre tratamiento. La primera se refiere á la duplicidad de enfoques con que Kusch lo emprende, ya que por una parte ensaya un enfoque antropológico, fundado en su “trabajo de campo” en el Altiplano y básicamente atendiendo a las culturas indígenas aymaras, y por otra, realiza un enfoque estrictamente filosófico, madurado en especial en sus últimas obras. Si bien existe una complementariedad en las perspectivas, sin embargo conlleva sus riesgos la elaboración de un estudio unificador y conclusivo. 

” Desde la perspectiva filosofica, Kusch afirma que el problema de America “no consiste en que su realidad sea indomita, sino antes bien, en el hecho de que no tenemos formas de pensamiento para comprenderlo”

La segunda dificultad es más obvia y atañe a la evolución del pensamiento de Kusch, donde su maduración paulatina lo ha llevado a desdecirse y reformular ideas anteriormente aceptadas. Esto provoca el encuentro con virtuales contradicciones, cuya verificación muchas veces escapó a nuestro análisis. En todo caso, el irregular periplo kuscheano no es más que la expresión del trabajoso empeño por pensar “desde lo propio”, en un continente donde el sujeto del “filosofar” está todavía al encuentro del “sujeto cultural” (GHA -123).

1. América y su dualidad cultural.

“No estamos en el mejor de los mundos posibles, estamos en América, entre polos opuestos, adentro y afuera de nosotros mismos (…)” (GHA-52). En este sentido, podríamos decir que la historia de América es, esencialmente, la historia de su dualidad. Una dualidad que se inaugura con la espada de la conquista y que se va madurando al calor de las sucesivas colonizaciones. La historia de América se dibuja como el itinerario conflictivo de dos proyectos que en su despliegue van tejiendo la gruesa trama de nuestra cultura. 

La idea de una América dual o bifronte ha alimentado, de hecho, innumerables modelos interpretativos del pasado americano. Desde la dualidad fides-infídes que introduce el discurso teológico de la Conquista, hasta la consagrada fórmula sarmientina “civilización-barbarie”, la historia política de América se puede recorrer bajo la forma de un antagonismo acalorado -cuando no dramático- entre dos modos de situarse en América.

De esta manera vemos que la dualidad y su tensión son una metáfora histórica que abrevia apretadamente los sentidos en juego de la cultura americana. “América -expresa Kusch- no sólo es el continente de paisajes contradictorios, con montañas y llanuras, cúspides y precipicios, sino también es contradictoria con sus razas. Por un lado una ingente ciudadanía civilizada, y por el otro un campesinado con antiguas herencias” (GHA-49). Incluso la historia de esta dualidad ha tenido -como señala nuestro autor- una topografía propia; la América indígena se ha asentado preponderante mente sobre las serranías del continente, vertebrando su desarrollo en torno del eje cordillerano, mientras que la otra América, la de las sucesivas colonizaciones, ha situado su eje de expansión en las ciudades de los llanos y de las costas (GHA-35 y AP-165).

En último término la dualidad, representa “modos de situarse” en el continente. Al respecto, Kusch observa que en América existe en un extremo una cultura que ha logrado habitar el mundo y domiciliarse en él, recortando un centro desde el cual se expande naturalmente, mientras que en el otro extremo hay un mundo que carece de centro, por ser ajeno a estas tierras, “y que ante el fracaso de su arraigo ha preferido la violencia para imponer sus criterios” (GHA-64, 65). El primero se comprende como un modo “centrífugo” de instalarse culturalmente -es el de la América precolombina que se expande también en algunas formas del mestizaje-. El segundo evoca ese incesante movimiento “centrípeto’ en busca de un centro estable que, eomo dice Kusch, termina imponiéndolo -éste es el de la América de la Conquista y de las sucesivas colonizaciones- (ib.-65).

Ahora bien, es preciso destacar que la historia de esta dualidad, de su prefiguración y desenlace, ha sido esgrimida por uno de los polos que escenifican el “contraste” de nuestra cultura. 

Desde la historia intelectual -historia “culta”- la dualidad fue vista como la oposición “civilización – barbarie” y retraducida como oposición entre “lo racional y lo irracional”, “lo moderno y lo primitivo”, hasta como disyunción entre “la libertad y la naturaleza”. Este hecho señaló, por su parte, el deber ser de un proyecto cuya afirmación implicó siempre la negación simultánea de su polo antagónico. En este sentido, la metáfora de la dualidad tuvo una interpretación unívoca desde la “civilización” y operó ideológicamente al señalar dos modos posibles de transitar América: uno por “arriba” -lo superior-, y otro por “abajo” -lo inferior-. Como observa Kusch, “América toda está estructurada sobre este criterio de lo superior y útil, por una parte, y lo inferior e inútil por la otra” (GHA26). 

Esto significa que por detrás de ambos vectores culturales se ha alentado una diferencia “cualitativa” entre lo que se juzga “deseable” para América -su “progresismo civilizatorio”- y lo “indeseable” -su “primitivismo bárbaro”-. La diferencia sobrelleva un mensaje axiológico que predetermina categorialmente “lo americano”: existe por una parte una “racionalidad conquistadora y fundante”, mientras que por otra, una “irracionalidad demoníaca y arcaizante” que es preciso contener 5 . Pero si esta bipolaridad es un factum histórico de nuestra cultura, entonces es también un conflicto que determina existencialmente al hombre americano, fijándole sus valores y antivalores. 

Como apunta Kusch con insistencia, la dualidad histórica se escenifica en la cotidianidad del latinoamericano, quien vive tanto la seducción de un mundo urbano poblado de “objetos” y sutilmente ordenado por el rigor del “consumo”, como también la “presión” de un mundo periférico sembrado de indigencia, dioses, manosantas y rituales que se confunden con la tierra y la prehistoria de América. La “seducción” invita a recorrer un “itinerario exterior” por el que se trata de ser alguien mediante una libertad sin sujeto, aunque rodeada de objetos. Es la tentación de ser alguien en el límite que ofrece la “moralidad ciudadana”, donde se es libre sólo para escoger un “producto”, un “objeto”, pero en medio de una indigencia que siempre “presiona” y “amenaza” con la fuerza de lo “bárbaro” (la villamiseria, los “cabecitas”, la marginalidad) y la imprevisibilidad de lo “arcaico” (los manosantas, lo mítico, las ritualidades, lo religioso-popular).Y esta “presión”, según Kusch, esto nomos. Es el reenvío a la cotidianidad ciudadana de todo un trasfondo simbólico que sintetiza lo endógeno de América (GHA 15- 20 y AP-124ss).

Kusch observa en el modelo de sociedad de consumo, como último eslabón de la racionalidad contractualista de Occidente, el espacio contemporáneo donde se resuelve el drama entre el ser alguien y el estar siendo 6. Y que motiva un miedo a ser nosotros mismos y pensar lo propio.

Ante la dualidad y su tensión, nos es imposible optar por una “tradición” impregnada de mitos, rituales y misterios, justamente en una época donde la ciencia construye un mundo eficiente y lo explica todo. “Vivimos -dice nuestro autor una rara mezcla de un no saber de la vida última o cotidiana y un saber enciclopédico del siglo XX” (GHA-19).

” la dualidad historica se escenifica en la cotidianidad del latinoamericano, quien vive tanto la seduccion de un mundo urbano poblado de “objetos” y sutilmente ordenado por el rigor del “consumo”, como tambien la “presion” de un mundo periférico sembrado de indigencia, dioses, manosantas y rituales que se confunden con la tierra y la prehistoria de America”

1.0 “Hedor y Pulcritud”

En las páginas que abren la obra América Profunda, bajo el sugerente encabezamiento de “Introducción a América”, Kusch reconstruye la máxima tensión de este contraste como la oposición entre el “hedor” y la “pulcritud”, dos formas arquetípicas que evocan el drama existencial de las clases medias urbanas y de sus intelectuales frente a la “presión” de lo popular (AP-9ss,).

En nuestro continente -dice Kusch- “por un lado están los estratos profundos de América, con su raíz mesiánica y su ira divina a flor de piel, y por el otro los progresistas occidentalizados de una antigua experiencia del ser humano. Uno está comprometido con el hedor y lleva encima el miedo al exterminio, y el otro en cambio es triunfante y pulcro y apunta a un triunfo ilimitado, aunque imposible” (AP-17, subrayado nuestro).

El “hedor” es “todo lo que está más allá de nuestra cómoda y populosa ciudad natal” (AP-12), que si bien tiene la data de lo ob origine, sin embargo se ha sabido mantener a través de las variadas formas de mestizaje americano, constituyendo una tradición que Kusch llama “pensamiento indígena y popular” (Cfr. PIPA-269 ss.). La “pulcritud” tiene que ver con el “caparazón de progresismo de nuestro ciudadano americano” que monta su vida sobre la exterioridad de todas las cosas y persigue un individualismo posesivo y excluyente. La “pulcritud” se corresponde con aquel pensamiento que Kusch abrevia como “occidental” (AP-15).

“Hedor” y “pulcritud” son dos modos de encontrarse en América. El primero representa la manera mítica y religiosa de instalarse en la tierra, donde el hombre habita su paisaje y comparte con la naturaleza y sus dioses un espacio comunitario estructurado simbólicamente. Esta es la América “profunda”. El segundo expresa la manera excluyentemente racional como se sitúa la “civilización” donde, por el contrario, el hombre construye y recorta su paisaje con centro en la urbe y estructura conceptualmente la contractualidad de su espacio social. Esta es, por oposición, la América de “superficie”.

Así como el pensar “culto” históricamente exigió la exclusión, en nombre de su “racionalidad”, de todo pensar “bárbaro”, la “pulcritud” exige también, por definición, “remediar” todo “hedor” posible (AP-13). Aun así, como señala Kusch, la “pulcritud” de América no ha podido despegarse de su antagonista, ya que ha encontrado en el conflicto mismo la única posibilidad de su afirmación como proyecto. “El hedor entra como categoría en todos nuestros juicios sobre América, de tal modo que siempre vemos a América con un rostro sucio que debe ser lavado para afirmar nuestra convicción y nuestra seguridad” (AP-12). 

La fecundidad simbólica de las categorías de “hedor” y “pulcritud” tiene un valor heurístico que permite desenmascarar, según vemos, la manera como el “pensamiento occidental”  7 ha fraguado la dualidad de América. El “hedor” es una suerte de mácula originaria de lo americano que, como tal, debe ser redimida en nombre de una “pulcritud” salvadora que restituya el ser a aquello que está nomos. Asimismo, el símbolo del “hedor” evoca la adherencia ctónica de todo lo natural salvaje, impregnado del lastre informe de la tierra. Si el “hedor” representa el sesgo ctónico del “buen salvaje”, la “pulcritud” representa, por el contrario, el carácter uránico de la “Razón abstracta” europea. 

1.1. “Totalidad” y “unidad”

 Como vemos, la historia de la dualidad ha sido concebida desde una lógica excluyente que impide “pensarnos en nosotros mismos” (GHA-17), ya que siempre nos agotamos en una suerte de “esquizofrenia de la cultura” (Cfr. IPD). Desde siempre, la búsqueda de la unidad subyacente de la cultura -esto es, de aquello que resignifica y fundamenta la forma enunciativa “lo americano”-, tuvo por obstáculo insalvable la dualidad excluyente del “pensamiento occidental”.

De manera que una pregunta por lo propio debe transgredir, entonces, la bipolaridad de la lógica del pensamiento occidental. Debe anticiparse a toda forma de fragmentación que el espíritu analítico promueve. Y esto, según Kusch, sólo se logra totalizando, “incluyendo quizá el tercero que Aristóteles había excluido, aceptando las contradicciones, pero tomando a éstas como simple episodio lógico, y no existencial” (GHA-99). Se trata, por otra parte, de una disponibilidad reflexiva más cercana a la comprensión de la totalidad de lo americano, que a su mero entendimiento8.

Ahora bien, la totalidad de una cultura difícilmente se obtenga por la sumatoria de sus “partes”, sino en todo caso por el hallazgo de aquello que le imprime un sentido específico a cada una de ellas y las integra como totalidad. En consecuencia, la cultura no consiste en una mera totalidad de “cosas”, sino de “sentidos”. 

Al mismo tiempo, también advertimos que la pregunta por la totalidad cultural de lo americano se vuelve pregunta por la unidad de sentidos de lo americano. Y según afirma Kusch, esto solo es posible formular si abandonamos la “superficie” de América, donde se posan las “cosas”, y viajamos a la América “profunda”, donde se generan sus “sentidos”, tal vez desde allí sí se puede conjugar la singularidad y la pluralidad ínsitas a lo americano. Pero para esto, insiste Kusch, es preciso abandonar el plano óntico de la cultura, terreno donde la lógica excluyente resuelve sus oposiciones. De ahí aquello de que “si queremos tomar un punto de inserción en la filosofía y no andar demasiado desamparados con nuestro pensar, cabe decir que lo que en América debemos realizar es una hermenéutica de lo preóntico” (GHA-148)9 

Esta “hermenéutica de lo americano tiene su methodós, que va “de abajo” hacia “arriba”, de lo “profundo” hasta su “superficie” (GHA-119), reconstruyendo “genéticamente” (GHA138ss) la unidad de sentidos de nuestra cultura. En otras palabras, una “hermenéutica de lo preóntico” debe situarse, metodológicamente, por debajo del “patio de los objetos”10 que el pensamiento occidental ha dispuesto y ordenado. Sólo desde esa zona “previa” a toda conceptualización y objetivación se puede advertir el libre juego de sentidos que conforman lo americano como totalidad cultural.

Las observaciones hasta aquí apuntadas nos introducen de lleno en uno de los problemas centrales de la reflexión de Kusch en torno del hecho cultural. 

En principio, hablar de lo americano implica poner en relación dos ideas complementarias cuya articulación describe un recorrido metodológico. Una, es la idea de totalidad, que le permite a nuestro autor sostener que América en “su profundidad” supera toda contradicción, conservándola como menos episodios de su “superficie”.

La otra, es la idea de “unidad” que no sólo está presente en la forma sustantiva que empleamos al hablar de “lo americano”, sino muy en especial en su reconocimiento de que la pluralidad de sentidos de una cultura no se alumbra en el vacío, sino desde una unidad que los conjuga y alterna. 

Para Kusch, estas ideas pierden su carácter abstracto y se manifiestan en su absoluta problematicidad justamente cuando nos preguntamos por el sujeto cultural de América. Es ahí donde aquellas se ponen en juego y despejan el real enigma de la cultura. 

Preguntar por el sujeto cultural de América es abordar la cultura desde su fondo mismo. 

A nuestro criterio, el problema del sujeto cultural constituye una de las vías de acceso más fecundas al pensamiento de Rodolfo Kusch, ya que desde allí se despliegan los dos tipos de reflexión que nuestro autor desarrolló complementariamente: una antropología filosófica, empeñada en la indagación del sujeto desde la pluralidad simbólica de lo humano -es decir como “pueblo”- (Cfr. EAFA-Prólogo), y una metafísica de lo americano preocupada por descrifrar el espacio preóntico donde el sujeto se realiza -es decir el estar siendo- (Cfr. GHA123 y 153ss, entre otros). 

Para abordar la cuestión del sujeto cultural creemos necesario primeramente repasar la concepción de cultura implícita en Kusch, para lo cual recrearemos textos dispersos, ya que no hay una única y definitiva idea de “cultura” en el autor, y posteriormente determinaremos cómo se inserta la idea de sujeto en dicha concepción.

  1. LA CULTURA Y SU SUJETO 

 

2.0. La idea de “cultura”

Los últimos avances de la antropología cultural, muy especialmente a partir de las improntas de las escuelas estructuralistas y sistémicas, han llevado a cabo una reformulación de la idea de cultura como “totalidad”‘ 11. El replanteamiento epistemológico de que han sido objeto las diferentes ciencias humanas ha contribuido al desarrollo de una interpretación comprehensiva del fenómeno cultural, reconociendo en éste el entrecruce de innumerables factores. O bien la cultura se codifica en el encuentro de “estructura y acontecimiento” (Levi Strauss-Barthes) o bien en la formación arqueológica de su discurso (Foucault) o bien en la funcionalidad de sus subsistemas (Dumezil). 

Sin embargo, a pesar de esta reconstrucción de la idea de cultura como virtual totalidad (la “estructura”, el “sistema”) o como instancia previa a toda positividad (el “o priori de la episteme”), persiste una tendencia analítica -según observa Kusch- que en sus esfuerzos por determinar la funcionalidad estructural de una cultura termina no sólo imponiendo categorías y conceptos muchas veces impropios, sino una idea “mecánica” y “vacía” del “todo” cultural, cuya “unidad” es meramente la sumatoria de sus “partes” (los “acontecimientos”, los “subsistemas” o los “fragmentos” del discurso) (GHA-84). 

La sola postulación de un modelo omnicomprensivo de la cultura, como precepto hermenéutico, no es suficiente para auscultar los latidos de una América profunda, deliberadamente esquiva a una “totalización” fundada desde la razón objetiva 12 . En todo caso, será preciso establecer primero desde dónde se comprende esta totalidad y, obviamente, qué tipo de totalidad comporta 13 . Veamos. 

2.1. La cultura y su dimensión cuantitativa

 Comúnmente se reconocen dos “ejes” o “vectores” desde los que se puede comprender y reconstruir la totalidad cultural de una comunidad. Metodológicamente, se supone que estos ejes son una suerte de “catalizadores” de la experiencia cultural de un grupo y que por lo tanto también cumplen la función de articular internamente esa cultura. Dicho de otra manera más técnica -y más cercana a la semiótica de la cultura estos ejes sobrellevan un plus significante desde el cual se puede recorrer y explorar la totalidad de una cultura referida. Esto es, una totalidad se genera y comprende desde el eje mismo. 14

El primero de los modos de comprender esta totalidad sitúa su eje en la serie de “objetos” o “productos” culturales. En este sentido, la cultura de un pueblo es comprendida a partir de sus variadas realizaciones “objetivas”, conformando un espectro que va desde las más elementales artesanías, manufacturas y construcciones arquitectónicas, hasta los más complejos productos intelectuales, cognitivos y tecnológicos.

Desde este enfoque, la totalidad de una cultura es concebida a partir de un amplio conjunto de “objetos” o “productos”, cuya implícita heterogeneidad permite juzgarlos como “culturales”. Se podría sostener -siguiendo esta postura- que los “objetos” reunidos son la faz tangible de la experiencia cultural de un pueblo. Cada uno de ellos es portador per se de una significación objetivada, y el conjunto de ellos, expresión de una experiencia.

Para Kusch, esta concepción opera reductivamente sobre la complejidad de la cultura, ya que la agota en el plano de su mera objetualidad. De este modo, la totalidad de una cultura se reconstruye desde una sumo torio de los diferentes “productos”. Y en consecuencia, el “objeto” es una “cantidad”, que se incluye en otra “cantidad” mayor, la que a su vez es postulada como “totalidad cultural”.

Lejos de restituir el carácter “orgánico” que de hecho posee una cultura como totalidad expresiva, esta concepción la subsume como una “totalidad de “partes”, cuyo criterio de “adición” variará, como parece, según las diferentes escuelas antropológicas. 

Un segundo modo de entender la totalidad sitúa su eje, en contraposición con el anterior, en el “sujeto”. En este sentido, el “productor” o “constructor” cultural constituye la dimensión básica desde la cual se lee la complejidad de la cultura. 

Esta segunda perspectiva metodológica tiende a asociar el curso de una cultura -su historicidad y su experiencia con el periplo biográfico que trazan los “sujetos” de una comunidad. Así, al situarse el eje en el “productor”, adquiere relevancia, entre otros aspectos, su datación cronológica, donde se resuelven los “hitos” temporales de una comunidad de “productores”. 

Como es sabido, aquí la experiencia cultural de un pueblo queda cristalizada en los vértices históricos que dibujan los “héroes”, los “próceres”, “sujetos” cuyas empresas y acciones componen el horizonte de referencia de la comunidad. 

Sin embargo, este “sujeto” termina convirtiéndose en un “objeto” más de una totalidad que se reconstruye igualmente por sumatorias, en este caso, de los datos, fijados por la biografía del “productor” cultural.

El “sujeto” se subsume a su datación, y la totalidad cultural es solo la cuantificación de esas dataciones. 

Según vemos, ambas concepciones no logran despegarse de una reconstrucción cuantitativa de la totalidad cultural. Como apunta Kusch, pareciera que las dos parten de un supuesto metodológico común: tomar el fenómeno de la cultura desde su lado “tangible”, en un velado empeño por “visualizar” su clave (AP-5). En otras palabras, en ambas subyace un intento “ontologizante” que inevitablemente hipostasia los “objetos” que les recorta su eje metodológico. 

El pensamiento occidental, como discurso de la conciencia, ha abordado el problema de la cultura, dice nuestro autor, operando fragmentariamente y desplazando toda pregunta por aquello “no objetivable” del fenómeno. Es así cómo una analítica de la cultura elabora una totalidad a partir de un “inventario” que sólo logra abreviar reductivamente los posibles sentidos que guían las realizaciones de una comunidad. 

Pero si la cultura excede al mero individuo como unidad biológica, como también a la mera materialidad de sus obras, y constituye una totalidad donde se integra lo consciente y lo inconsciente, lo determinable y lo indeterminable, lo sagrado y lo profano, las instituciones, pero también los ritos, entonces semeja más bien una totalidad orgánica que como tal no se reduce a la simple cuantificación de sus partes. “La cultura -apunta Kusch- se desplazó en un ámbito de cualidades, y no de cantidades. Además, no se detiene en “cosas”, sino en ritos. Es sobre todo funcional, recién después institucional (GHA-68). 

La pregunta que cabe a esta altura de nuestro desarrollo es, entonces^ dónde situar el eje que descubra una totalidad en su faz cualitativa. 

La primera pista que ofrece Kusch es que la actividad cultural “es la única que no deriva en cosas, sino en creaciones” (GHA-73, sub. nuestro). Ahora bien ¿qué es la “creación” cultural? 

2.2. La cultura y su dimensión cualitativa

2.2.0. La creación 

Entre el alfarero que modela la arcilla y su obra, es decir, entre el “productor” y su “producto” se dibuja una extensa y densa trama contextual donde se escenifica la creación misma.

La creación reúne al individuo y su obra en una totalidad donde no están en juego como “cosas”, sino como “sentidos” de una experiencia enteramente vital. De modo que al situar el eje entre el “sujeto” y el “objeto” (distinciones éstas que se diluyen al ponerse en juego la circulación de los sentidos en juego) se regenera una totalidad que va más allá del protagonista y de su obra. 

Cuando Kusch revaloriza la idea de cultura como totalidad “supra-individual” (GHA-84), no está simplemente reconociendo que la cultura comporta una experiencia colectiva, lo que sería obvio afirmar, sino denunciando que más allá de la individualidad del productor o la individualidad del producto hay una contextualidad que se plasma en la creación cultural. 15

Decir entonces que la cultura se desplaza en un ámbito cualitativo -de sentidos- es también afirmar que su valor no se da en el inventario -ya que los sentidos no son cuantificables-, sino en la función (GHA-69). 

Cuando el alfarero amasa su vasija y le imprime su sello propio, no sólo se confunden, como diría Aristóteles, la causa formal y la causa final, sino también aquello que está más allá del autor y de la obra pero que sin embargo “opera”, (GHA-134) sosteniéndolos. En este caso sería, por una parte, la tradición estilística artesanal plasmada en la obra y, por otra parte, la inserción de esa obra en aquella tradición, pero bajo el carácter de su irreductible “novedad”. 

Tanto el sentido subjetivo del autor que crea su obra, así como el sentido objetivo de ésta, pero muy especialmente los sentidos contextuales que “operan”, son los que hacen que ese autor y esa obra pertenezcan a una totalidad orgánica, es decir, pertenezcan definitivamente a una cultura. 

Lo expresado hasta ahora sirve al menos para destacar tres aspectos que creemos importantes en esta reformulación kuscheana de la idea de cultura. Primero, la posibilidad de desplazar el eje de comprensión a una zona “cualitativa” donde la “onticidad” del autor y su obra son sólo “episodios” de la productividad cultural. Segundo, el fenómeno cultural es definido desde un ámbito de “relación” entre sujeto y objeto. Ámbito que naturalmente los “desustancializa” ya que sujeto y objeto “operan” en el comercio de “sentidos”. Tercero, este eje tiene un llamativo valor heurístico porque permite descubrir una totalidad dinámica y en expansión, ya que incluye los “sentidos” (autor y obra) y sus “referencias” (contexto cultural). 

Sin embargo, estas apreciaciones aún tienen un margen de indeterminación que es preciso reparar. 

2.2.1. Creación y comunidad

 Rodolfo Kusch añade una clave más a estas ideas. Nos referimos al rol que le asigna a la comunidad, como “pueblo”, en ese encuentro del autor y su obra.

Anteriormente habíamos aludido a esto -aunque de un modo implícito- al destacar que entre el creador y su obra existía una ‘trama “contextual’ de “sentidos” que le servía a ambos de sostén. Para nuestro autor, la dimensión del “pueblo” interviene doblemente sobre el eje de la creatividad. Primero bajo la forma de una “presión” (para emplear una idea típicamente kuscheana)’ sobre el autor a través de los “símbolos” (sean “valores” éticos, políticos, religiosos, estéticos, etc.), que en su conjunto recortan un punto de apoyo fundamental para el creador, quien a partir de allí se siente “instalado” y “dispuesto”.

La creación no acontece en el vacío, ni se reduce al plano motivacional del sujeto. Cada creación cultural es un síntoma de una “presión” simbólica que contextualiza al autor y su obra. 

De este modo interviene la comunidad con su complejo de símbolos, cuando singulariza una obra, haciéndola propia e insuflándole una diferenciación frente a otras (GHA-114 ss). 

Pero habría una segunda intervención del pueblo en la creación cultural. Según Kusch, la comunidad no sólo “presiona”, sino que también “se deja presionar” por la novedad de la obra. La obra en su plasmación reenvía los sentidos que la comunidad, a través del autor, había referido. Es así que toda obra constituye una mediación simbólica a través de la cual un pueblo “se reconoce”. La creación, entonces, es una triple relación entre un sujeto, un objeto y una comunidad que contextualiza y autorrefiere sus símbolos. Cada obra expresa una circularidad simbólica en la que la comunidad actualiza sus sentidos (presiona) y los reconoce como propios (im-presiona).

De esta manera comprendemos que el carácter “popular” de una obra, un acontecimiento o un hecho cultural se da cuando a través de ellos el “pueblo” se redescubre, reconociéndose como tal. En este sentido, la deliberada generalización de una obra (su masificación) no es garantía de su “popularidad”. Esta depende más bien de su capacidad de “reenvío” esto es, de aquel plus de significación que la comunidad ve como propio. 

Lo dicho tiende a reforzar la idea de “totalidad” presente en la creación, a la vez que despeja esta dimensión del “reconocimiento” de una pluralidad humana, como es el pueblo, a partir de una singularidad cualitativa, como es la creación cultural. 

Por eso Kusch puede afirmar que “lo culturo no volé porque lo creon los individuos o porque hoyo obras, sino porque lo absorbe lo comunidad, en tonto ésto ve en aquella una especial significación” (GHA-116). 

Al respecto, Kusch ejemplifica el juego de las tres dimensiones del fenómeno al analizar el carácter “cultural” “popular” de una obra como el Martin Fierro (GHA-116). En este caso, tanto José Hernández (como sujeto biográfico) como el libro Martín Fierro (como objeto escrito) son vehículos de una totalidad de sentidos que exige su puesta en juego (GHA-119). Y esta totalidad se completa cuando la comunidad absorbe aquello que juzga como “su obra”. Dice Kusch: “(…) el pueblo como tercera dimensión es el que agota el fenómeno cultural. Si en el caso del Martín Fierro el gaucho compraba el libro en la pulpería junto con la yerba y el azúcar, es porque el poema tenía una significación especial. Esta, por su parte, ha de ser diferente de la que el autor ha puesto en la obra. El autor quiso hacer una crítica a un ministro, pero al pueblo poco o nada le interesaba esto. Seguramente veía en la obra otra cosa, de la cual poco se ha hablado” (GHA-116). 

Reforzando esta idea de “absorción”, Kusch añade que “los contempladores de la obra reconocían una totalidad que en el fondo habían estado requiriendo” (GHA-116). Y retomando el ejemplo del poema gaucho, nuestro autor apunta que “el gaucho que compraba el Martin Fierro en la pulpería estaba en realidad requiriendo la totalidad de sentido de lo gauchesco encerrado en el poema, pero en una dimensión que trascendía lo gauchesco mismo y abarca al hombre en general” (GHA-119). 

Finalmente, hay que apuntar que esta concepción de la “creación” tiene sugerentes implicancias para una estética de lo popular, muy en especial por la redefinición dialéctica (si es válida la expresión) del sujeto y objeto en la instancia de la producción cultural. Ambos están comprendidos en un proceso que va desde su determinación como “entes” (biográfico: “José Hernández”, y gráfico: el Martin Fierro) hasta su interrelación como “sentidos”. El objeto pasa a ser obra, y la obra símbolo. A su vez, el sujeto se transforma en autor, y éste en gestor (GHA-120). 

En este contexto se puede entender las reflexiones de Kusch sobre las creaciones “populares” y sus “gestores”: “(…) no son los autores, ni los escritores, ni los artistas los que crean las cosas llamadas obras, como individuos, sino que las crean en tanto pierden su individualidad biográfica, y asumen el papel de una simple gestación cultural. Se es escritor o artista sólo porque primordialmente se es un gestor cultural, sin biografía, como simple elemento catalizador de lo que los contempladores requieren. En tanto se es catalizador -prosigue Kusch- se lo es en el sentido que todos lo requieren, o sea que como gestor se es siempre popular, pero este término tomados en su acepción latina, como dice el diccionario, “populus”: “todos los habitantes del estado o la ciudad “(…) Un creador no es más que un gestor del sentido dentro de un horizonte simbólico local, en una dimensión que afecta a todos, o sea que es popular en tanto corresponde al requerimiento implícito de “todos los habitantes” (GHA-120). 

Así, podemos ensayar el siguiente gráfico donde se representa el movimiento circular de la creación cultural, las mutuas implicancias de los vectores y los niveles de resolución, que según lo dicho podemos caracterizar como nivel “simbólico”, “fáctico”, “histórico” y de “gestación simbólica”

2.2.2. Creación y símbolo 

Las reflexiones anteriores sirvieron para fijar analíticamente los componentes del fenómeno cultural, sus vectores, sus articulaciones y su área de gravitación. 

Desde este enfoque, la “dinámica” de una cultura se explica por la interrelación de sus vectores, por la capacidad de envío y reenvío de los sentidos “puestos en juego” en cada creación, así como por la intensidad de apropiación que una comunidad libera ante un “producto cultural”.

 Para Kusch, quede claro, la cultura popular en América no realiza su “experiencia” cristalizando sus objetos, sus intituciones y organizaciones, en un empeño por sustancializar su “práctica” y así modelar “su ser”, sino más bien ritualizando sus aspiraciones. El rito, precisamente, es esa “puesta en juego” de un gesto, una costumbre o un discurso, que se ensaya desde la tangibilidad del presente, y que por lo tanto lo resignifica, según las circunstancias y los sujetos implicados en cada momento. El rito conjuga los tres vectores de la cultura. Es un acontecimiento en el que “opera” la creatividad, con sujetos

y objetos concretos, pero cuya “funcionalidad” tiene el cometido de vehiculizar “sentidos”, no “cosas”. 16 Y aquí llegamos a un punto complejo de la reflexión kuscheana, intensamente abordado en los recientes trabajos críticos sobre su pensamiento. Nos referimos a su concepción del símbolo como el “elemento” de la creación cultural. 

Hasta ahora, habíamos simplemente aludido a esa instancia de los “sentidos” como la articulación de los vectores y como finalidad “operativa” de la creación. Queda aún explicar por qué los símbolos son la clave de la cultura, o al menos su principal ámbito. En principio, debemos mencionar que esta problemática domina buena parte de la producción de Kusch y adquiere a lo largo de ésta diversas resoluciones. Un criterio para distinguirlas son, por una parte los estudios teóricos sobre la antropología contemporánea, en especial el análisis de Kusch sobre la fenomenología y la historia de las religiones, la antropología de cuño estructuralista, hasta la psicología jungiana y la obra temprana de Ricoeur. Por otra parte, tienen una particular gravitación los “trabajos de campo” practicados en diversas culturas del Altiplano”, en especial con las comunidades aymaras. Esta segunda perspectiva, inevitablemente simultánea con la primera, es la más sustanciosa desde el punto de vista filosófico, porque es un intento “situado” por replantear los supuestos y modelos de las escuelas europeas. Más allá de las naturales discrepancias que motive su pensamiento, es indiscutible este sincero y “experimental” empeño latinoamericanista de Kusch, en particular frente a otros, tal vez más generalizados, de impulso libresco y vocación academicista.

Un comienzo seguro para nuestra problemática del símbolo sería preguntarnos por alguna definición aproximativa. Si nos valemos de los textos ya mencionados y de sus ejemplificaciones, se puede afirmar que el símbolo se sitúo en la zona que medio entre el “objeto” en su pura individualidad, y aquello que lo provee de su sentido “cultural”. Dicho de otro modo, es “la intersección” entre lo “determinable” (p. e. José Hernández -el escritor- y Martín Fierro -el texto-) y lo “indeterminable” (el contexto valorativo, histórico, político, etc.). En este sentido, el símbolo cultural “es un complejo en cierto modo cosificado -dice Kusch- que participa de la cosa y de todo lo que no es cosa, llevando una respuesta profunda [como en el caso del Martín Fierro] que hace a la existencia del sujeto” (GHA-112). 

Así vemos que el símbolo es zona de encuentro, como lo revela la etimología griega 17 entre un nivel óntico determinable y un nivel preóntico indeterminable. El primero sirve accidentalmente de sostén, mientras que el segundo funda los sentidos. Con ésta primera acepción concuerdan prácticamente la mayoría de los simbolistas de la cultura; así por ejemplo Mircea Eliade, para quien el símbolo “siempre revela, cualquiera que sea su contexto, la unidad fundamental de varias zonas de lo real”18. O destacando la relación “ausente/presente” -“determinado/indeterminado”, Lalande, para quien el símbolo constituye un “signo concreto que evoca, por medio de una relación natural, algo ausente o imposible de percibir”19. En la misma línea, Jung sostiene que es “la mejor representación posible de una cosa relativamente desconocida, que por consiguiente no sería posible designar en primera instancia de manera más clara o más característica”20

Desde un punto de vista más analítico, se puede destacar que el término significante, el único pensable, remite por extensión a todo tipo de “cualidades” no representables, hasta llegar a la antinomia. Es así como el signo simbólico “fuego”, por ejemplo, aglutina los sentidos divergentes y antinómicos de “fuego purificador” y “fuego infernal y demoníaco”. De modo paralelo, el término significado, “impensable”, “irrepresentable”, se difunde por todo el universo concreto: mineral, vegetal, astral, humano, “cósmico”, “onírico”, “poético”. De esta manera, lo “sagrado” o la “divinidad” puede ser significado por cualquier cosa: un árbol enorme, un águila, una serpiente, un planeta o una encarnación humana. 

Como destaca el filósofo Gilbert Durand: “El imperialismo del significante, que al repetirse llega a integrar en una sola figura las cualidades más contradictorias, así como el imperialismo del significado, que llega a inundar todo el universo sensible para manifestarse sin dejar de repetir el acto epifánico”, posee el carácter común de la redundancia. Mediante este poder de repetir, el símbolo satisface de manera indefinida su inadecuación fundamental. Pero esta repetición no es tautológica, sino perfeccionante, merced a aproximaciones acumuladas. 21 Siguiendo esta idea se puede concluir que a partir de esta propiedad específica de “redundancia perfeccionante”, se esboza una clasificación básica del “universo simbólico de una cultura”, según los símbolos apunten a una redundancia de “gestos” (símbolos rituales), de “relaciones lingüísticas” (los mitos) o de “imágenes materializadas por medio de un arte” (símbolos iconográficos).

De esta manera vemos reforzada la idea de cultura como dimensión “cualitativa” de un hacer, ya que ésta acontece como una dinámica de circulación simbólica, bajo la forma de rituales, mitos o expresiones poiéticas, que en su conjunto describen un particular “modo de habitar el mundo”. “El sentido profundo de una cultura -apunta Kusch- está en que ésta puebla de signos y símbolos el mundo. Y que este poblamiento es para lograr un domicilio en el mundo a los efectos de no estar demasiado desnudos y desvalidos en él” (GHA-117). 

Por otra parte, el carácter de “totalidad” de la cultura no alude a una esfera idéntica a sí misma y excluyente de todo lo “impensable”, al modo del ser parmenídeo, sino por el contrario, a un espacio en expansión, múltiplemente referido por lo simbólico. “El símbolo -como dice Sebag respecto del mito- no sólo da que pensar, sino también do que ser, en cuanto provee la totalidad, si se quiere emocional y también arquetípica, a la conciencia” (GHA-111). 22

2.2.3. Símbolo y “absoluto” 

El estudio del “pensamiento popular” en América ha llevado a Kusch a bucear en las formas simbólicas de la religiosidad, fuertemente presentes en otras instancias del movimiento cultural. Esta zona es algo así como un “área de lo arcaico” (EAFA-74) que ascendentemente “presiona” el mundo cotidiano. Para nuestro autor, ésta es una de las claves del pensamiento popular americano: “es arcaico en la medida en que gira en torno a un eje de determinación que no es el de la objetividad exigida por la conciencia crítica. Ese eje es el símbolo (GHA130).

Sería equívoco asignar a lo “arcaico” un valor meramente temporal, histórico, como “lo remoto” o “lo pasado”; Kusch se refiere a su acepción etimológica, según la cual “lo arcaico” (orjé: “principio”, entre otras) es el continente de los “arquetipos”, esto es, un nivel o summa simbólica que “principia” toda “gestión cultural” (Cfr. EAFA-73ss.)

Para Kusch, la arcaicidad de la cultura es presencia de lo “absoluto”, entendido como “el sentido en general” (EAFA74) que irrumpe a través de un ritual o del discurso mismo, cristalizándose en un gesto o en una palabra. El símbolo conduce siempre lo sensible de lo representado a lo significado, pero además, por la naturaleza propia del significado inaccesible, a la aparición de lo inefable por el significante. En esta acepción, el símbolo es epifanía, un modo de “consagración”, de “estar con lo sagrado”, dice Kusch. 

“El símbolo es en suma la posibilidad del encuentro de lo otro trascendente con esto en que estoy, pero como si esperara que caiga lo otro a los pies, como un rayo. Es el sentido de una inminente y arquetípica necesidad de que en cualquier instante se dé una cratofanía. Y es el sentido también, en un plano más conceptual, del acontecimiento apropiador, el Ereignis23 , donde pudiera apropiarme del sentido.

Por eso el símbolo -enfatiza Kusch- hace al sentido de la existencia, y es el asidero al cual el pueblo se aferra pero hace a la constitución de lo humano en general, por cuanto por ese lado logra consagrar, como un “estar con lo sagrado”. (…) El símbolo constituye alguna forma de habitualidad, pero es la trampa por donde se infiltra lo impensable que presiona con el sentido” (EAFA-95).

Complementando esta relación entre lo humano y lo simbólico, nuestro autor reflexiona que el símbolo se instala dialécticamente entre lo mismo que trae consigo el sujeto, y que se refiere a lo profano, y lo otro, que trasciende al sujeto, y por donde éste accede a lo trascendente. “De ahí la etimología griega de la palabra símbolo como encuentro -dice Kusch- pero de ahí también el requerimiento del sujeto de asir lo simbólico para acceder a lo absoluto” (EAFA-74).

Esta instalación “dialéctica” queda descripta estructuralmente en la distinción kuscheana de los “planos” de un símbolo. Según éste, hay cuatro planos interrelacionados: el soporte “material”, que es “lo dado” o “visto” y que su configuración no es necesaria sino contingente; un primer significado, aunque referido al contexto de lo dado; un segundo significado, de carácter numinoso y que por lo tanto se refiere a un contexto “indeterminado”, y finalmente, un cuarto plano donde están los sentidos en general o “el sentido absoluto” e “impensable”. Si lo referimos por ejemplo al valor simbólico de la cratofanía de un rayo, podemos decir que el primer plano es la configuración “física” del rayo, su luminosidad, el sonido y la fugacidad; un primer significado: la “violencia” de su irrupción natural y su “poder” destructivo; un segundo significado: el rayo como “expresión de lo divino’ y de su ira”, y por último, el sentido manifiesto de lo trascendente que funda un significado último y absoluto.24

De lo dicho se deduce que para Kusch el símbolo invierte la “objetividad” del mundo, ya que “lo dado” recibe siempre su sentido desde lo otro, “ahí -dice Kusch- lo otro condiciona al mundo, y como además gravita, confiere consistencia al existente” (EAFA-76). 

Los símbolos, finalmente, permiten organizar el mundo25; establecer analogías, diferencias e identidades sobre una trama contextual cuya estructura fundamental está articulada -según Kusch- por “lo dado” y ‘lo otro”. Entre ambos se vehiculizan los sentidos que refieren un mundo o un universo, esto es, una cultura.

Lejos de una postura “pansimbolista” que diluya “lo humano” en favor de sentidos “últimos” o “primeros”, o que escamotee “lo histórico”: y su “conflictividad”, Kusch encuentra en la experiencia de lo simbólico la constitución de una subjetividad. 

Esta subjetividad no se construye a partir del “entrecruce de los discursos culturales”, al modo foucaultiano26 , ni tampoco en el nivel “enunciativo” de una cultura, como lo vería un enfoque semiótico27 . El símbolo siempre refiere un mundo, pero a su vez es referencia a un intérprete, a un sujeto que moldea y recrea lo significado en un tiempo y en un espacio determinados. Quien “puebla de signos y símbolos el mundo” -como dice Kusch- es siempre un sujeto que tiene por función primaria “testimoniar” los sentidos puestos en juego (Cfr. GHA-109). 

Retomando nuestra descripción del movimiento simbólico de la creación (ver gráfico 1) y valiéndonos de una reflexión ricoeuriana muy cercana a kusch, se puede decir que la función del símbolo pueda entenderse como un “trabajo”, esto es, como una “operación” de prefiguración, configuración y refiguración (los niveles “A”, “B”, “C” y “D”) de los sentidos, mediante la cual un “agente” (la comunidad) se va asignando una identidad específica (que Ricoeur llama “identidad narrativa”. 28 

Cada instancia de “figuración” señala un periplo histórico (una determinada “historicidad” del símbolo), articulado por un agente que se vuelve sujeto en tanto ensaya las interpretaciones posibles de su sí mismo (se asigna una identidad, un lugar y un tiempo propios).

Con la ayuda de Ricoeur nos introducimos en una sugerente- reflexión kuscheana sobre el sujeto, no exento naturalmente de complejidades y polémicas.

Para Kusch, esta suerte de “autoasignación” de la identidad en y por el símboloi se pone de manifiesto en el nivel de “lo dado” a partir de una decisión. Decisión que es “cultural” en tanto “afirma” lo propio y se formula desde un “nosotros” (Cfr. EAFA-115 ss y GHA-70ss). 

Un texto de Kusch plantea expresamente esta observación: “Una cultura americana no ha de consistir en ver alguna vez un cuadro y decir que ese cuadro es americano. Lo americano no es una cosa. Es simplemente la consecuencia de una profunda decisión por lo americano, entendido como un despiadado aquí y ahora, y por ende, con un enfrentamiento absoluto consigo mismo (GHA-71, subr. nuestro). 

Si las anteriores reflexiones nos mantenían en un nivel analítico de la cultura, describiendo sus componentes y desbrozando su ámbito, esta dimensión de la decisión nos coloca en otro nivel donde la cultura es comprendida desde su acontecimiento, como un “fenómeno” de “afirmación” de una subjetividad. Dicho de un modo más esquemático, si antes aludimos a los aspectos “ónticos” y “pre-ónticos” de la cultura -según Kusch-, ahora nos introducimos en el nivel “ético” de su realización. 

2.2.4. La decisión cultural

 Refiriéndose a la cultura nacional y a su constitución, Kusch expresa que aquella “(…) nunca podrá ser vista como objeto, ya que difícilmente existe de esta manera. La cultura nacional está en el gesto y en la decisión de manifestarnos. Todo gesto es cultural, desde el insulto hasta el saludo. Y en este sentido también escribir un libro entra en lo gestual. Detrás está la decisión cultural, por la cual la cultura se constituye” (GHA-124 sub. nuestro) 

A nuestro criterio, esta “decisión” que “opera” por detrás de la cultura y la afirma, puede ser entendida también como otro rasgo “cualitativo” que caracteriza a la totalidad cultural. Y decimos “cualitativo” justamente porque guarda relación con la “intensidad” de la creación cultural. 

La “intensidad” de una cultura, según creemos, no puede medirse simplemente por su magnitud histórica -que muchas veces queda cristalizada en la interioridad de un museo o como residuo documental- ni tampoco por su capacidad de multiplicar objetos -como lo hace la sociedad tecnocrática-, sino por su decisión de afirmarse a cada instante y en todo momento como creación. 

La decisión es decisión por actualizar, en un gesto, en una obra, o en una ceremonia o un discurso, una memoria colectiva que se expresa, como vimos, bajo su forma simbólica. En este sentido, la decisión pone en juego la temporalidad pretérita implícita en el acervo comunitario, pero también sus proyectos, ante la imprevisibilidad de todo futuro, dos formas que tensionan el hecho cultural. 

Para evitar confusiones, quede claro que la decisión está comprendida como una actitud creadora y productiva, no meramente “restauradora” de lo dado. Lejos de caracterizarla como una “reacción” en nombre de algún “ser” sustante o de un “acervo” cristalizado, la decisión es la forma primaria en que un sujeto resuelve su trasfondo ético. Es también una posición frente al futuro, y no solamente frente a la tradición. El siguiente texto de Kusch lo confirma: “A nuestra cultura no habría que tomarla sólo como acervo, sino también como actitud, de tal modo que pudiera llenarse con elementos no tradicionales, incluso con referencias simbólicas halladas en el momento que hacen a una diferenciación frente a un interlocutor (…) (EAFA-14) subr. nuestro).

En otra parte y en un contexto referido a las culturas de la América “profunda”, Kusch completa la noción de decisión con la de “defensa existencial”, destacando que aquella no acontece al margen de los conflictos ni de las acechanzas hegemónicas, como tampoco de la imprevisibilidad de lo absoluto:”Cultura no es sólo el acervo espiritual que el grupo brinda a cada uno y que es aportado por la tradición -dice Kusch-, sino además es el baluarte simbólico en el cual uno se refugia para defender la significación de su existencia. Cultura implica una defensa existencial frente a lo nuevo, porque si careciera uno de ella no tendría elementos para hacer frente a una novedad incomprensible” (EAFA-14, subr. nuestro)29

Según vemos, la decisión es básicamente un modo participado de situarse en el tiempo. Tiene por sujeto a una comunidad que construye una significación propia mediante símbolos -el baluarte- y desde allí entrelaza sus memorias y sus aspiraciones. (29) 

Como queda señalado en el texto, la actitud cultural es esencialmente una afirmación, sostenida “por alguien” y referida a “algo”, y que asume en un contexto “histórico” la forma de una “defensa”, condición básica desde la cual se puede juzgar algo como “propio” y también se puede “hacer historia”.30 

Ahora bien, para Kusch todo sujeto tiene un universo en el que “opera” su decisión cultural. Este tiene la característica de singularizar al sujeto y moldearle su “experiencia”. Veamos. 

2.3. El sujeto cultural y su “universo”.

Según Kusch, la decisión tiene sus límites: “(…) uno inferior que sería el suelo o habitat, y el otro superior o sea el horizonte simbólico. Entre ambos límites el sujeto cultural logra su totalización en tanto integra con su decisión a los mismos” (GHA 123, sub. nuestro). 

2.3.0. Horizonte simbólico 

El límite superior configura el “modo” como se instala una comunidad en su “suelo” y “lo habita”. El horizonte simbólico de un pueblo es aquello que opera por detrás de todo acontecimiento o hecho cultural imprimiéndole un sentido que lo refiere a una totalidad y que nosotros ya adelantamos a propósito de la creación cultural. 

Se denomina “horizonte” porque constituye el límite extremo que preside el espacio de sentidos de una cultura y, como tal, sirve de orientación a toda “decisión”. Es “simbólico” porque sólo desde el símbolo se reúnen los sentidos dispersos de una totalidad. Los sentidos de la experiencia política, económica, tecnológica, estética y social de una comunidad son referidos a ese horizonte simbólico que preside toda actitud cultural. 

Desde otro punto de vista, podríamos decir que en el horizonte simbólico están contenidas la tradición y las costumbres, pero bajo la forma de arquetipos que ineludiblemente señalan un rumbo histórico. Es lo que determina aquello que comúnmente llamamos “vocación histórica” de un pueblo o, en otro contexto, “proyecto histórico”. 

El horizonte simbólico tiene un valor “paradigmático”, en tanto reúne las aspiraciones y valores compartidos por una comunidad, y a la vez “organiza” una totalidad o “mundo” desde el cual un grupo madura su “pensamiento” y habita un suelo. 

El siguiente texto de Kusch ejemplifica esta relación: “El pensamiento, por su parte, se mueve dentro de un lenguaje y éste implica un horizonte simbólico. El horizonte simbólico se alimenta a su vez de una tradición, funciona dentro de un presente y facilita el proyecto hacia un futuro. Hace entonces a lo cósmico, y en tanto integra un cosmos o sea un mundo, pero un mundo conocido y por eso habitable. Este fenómeno constituye la cultura en el sentido de que es cultivado por el sujeto. A su vez el sujeto se aferra a ello porque necesita  lograr la suficiente habitabilidad o domicilio existencial. Contamina con sus símbolos su hábitat, hace que la piedra, el  árbol, la casa, el prójimo, tengan sentido. Crea así su propia economía, organiza sus instituciones, mantiene su lengua, a los efectos de mantener la constitución de su existir: su domicilio en el mundo” (GHA-140). 

En suma, la posibilidad de habitar un mundo y existir comunitariamente está contenida en el horizonte simbólico. Si como dice Kusch, “la cultura es una estrategia para vivir, en un lugar y en un tiempo” (GHA-104), entonces el horizonte simbólico es la posibilidad de esa estrategia. 

2.3.1. El suelo 

Ahora bien, los símbolos de una cultura tienen, según nuestro pensador, un “molde” que los informa y, por eso mismo, les da un carácter específico, los singulariza. El “molde” es aquello que hace que un determinado símbolo corresponda a una cultura y no a otra. Ese molde es lo que Kusch llama “suelo”, el límite inferior de la decisión cultural (EAFA-17). 

Si analizamos el valor simbólico de la categoría de “suelo”, advertiríamos dos sentidos fundamentales: primero, “suelo” es algo que sirve de apoyo; un apoyo sobre el que podemos estar, ya sea parados, sentados, acostados o caídos. Así, es en el suelo donde tienen lugar inevitablemente cualquiera de las circunstancias del estar 31 o, a la inversa, toda  circunstancia se apoya en un suelo, lo exige. 

El suelo es, para Kusch, “como un fundamento”. Es  el punto de gravedad que rige toda circunstancia en la que se está. Incluso, arriesga nuestro autor, la clásica idea filosófica de “fundamento” sería un derivado del concepto de “suelo”, en el sentido de “no caer más”, de estar parado en el suelo, o de estar, como store o estar de pie (Stehen en alemán). “Y este estar parado -dice Kusch- es un estar dispuesto ante la circunstancia a fin de poder instalar la existencia” (EAFA18). 

” la cultura es una estrategia para vivir en un lugar y en un tiempo, entonces es tambien politica”

En segundo término, el “suelo” es también el “lugar” donde se siembra. Es la matriz generadora de todo cultivo, el medio propio de las raíces. En el suelo se resuelven las condiciones de todo arraigo. Dos sentidos entonces acompañan la idea de suelo el de fundamento y el de arraigo. “Detrás de toda cultura -dice Kusch- está siempre el suelo. No se trata del suelo así como la calle Potosí en Oruro o Corrientes en Buenos Aires, o la pampa o el altiplano, sino que se trata de un lastre en el sentido de tener los pies en el suelo, a modo de un punto de apoyo espiritual, pero que nunca logra fotografiarse, porque no se lo ve” (GHA-74, subr. nuestro) Y no se lo ve como a una cosa justamente porque está por debajo de toda cosa, como nivel preóntico de una cultura, que sirve de “molde”.

Sería un equívoco, según entendemos, reducir la noción de “suelo” a la de “paisaje” o “naturaleza”, ya que no alude propiamente a “lo telúrico” ni tampoco a una natura naturans en la que lo humano apareciese como un “accidente” o, en contraposición, como natura naturata sujeta al “dominio” del “amo”. El “suelo” simboliza la dimensión tópica de una experiencia, el “lugar” donde “acontece” lo humano, en medio de un paisaje, de un tiempo, de símbolos y, principalmente, en medio de “lo absoluto” que “presiona” (EAFA-95 ss). 

Extremando esta idea de suelo, Kusch destaca que su presencia se corrobara en el pensamiento de una comunidad, ya que éste no puede desprenderse de su topos. “[El suelo] no es sólo la presencia de cosas que necesitan estar sostenidas por una razón de gravidez, como la casa, el campo o el prójimo, sino que es la gravidez del pensamiento que no logra desprenderse de todo lo que el estar instaló en el contorno. Es pensar la casa, los utensilios, pero también la siembra, la cosecha, pero es también pensar la vida, la muerte, y es también -y eso es lo peor- remontar aún más el pensamiento sin encontrar la senda hacia la verdad final que sin embargo presiona. Y es ante todo la urgencia de esto último. Ahí solo el suelo, ya no como cosa enredada en la vida cotidiana, sino como gravidez de un sentido impensable y único, puede dar la senda justa. Y esto, aun cuando se dude y se piense que no es sino esto que se da aquí y ahora, porque siempre se lleva el absoluto a espaldas” (EAFA-96). 

Estas reflexiones desbrozan una nueva perspectiva para comprender cómo se construye una singularidad cultural a partir de un “suelo”, noción que según Kusch “no tiene cabida en filosofía” (EAFA-17). 

El suelo, finalmente, es el “margen de arraigo” que toda cultura debe tener; “es por eso que uno pertenece a una cultura y recurre a ella en los momentos críticos para arraigarse y sentir que está con una parte de su ser prendido al suelo” (GHA-74). 

Como hemos visto, el horizonte simbólico y el suelo son las dos dimensiones que estructuran un espacio cuyo eje es el sujeto cultural. El suelo -molde simbólico que hace posible la instalación de una vida (EAFA-94) es el desde donde, irreductible, de una comunidad. Sin suelo no hay arraigo, a la vez que sin arraigo no hay reclamo por lo propio. Es así que cuando se pierde el suelo también se pierde el fundamento que da gravidez al existir. 

El horizonte simbólico, como margen de sentido que reúne lo sagrado y lo profano, lo pensable y lo impensable, lo misterioso y lo develado, es el adonde de un pueblo. Sin horizonte simbólico no hay proyecto, a la vez que sin proyecto no hay sentido para una vida. 

Así advertimos que ambas dimensiones -el desde donde y el adonde- son la topía y la utopía que tensiona la decisión cultural del sujeto. Uno y otro se articulan creativamente en un espacio de significación y resignificación simbólica. 

En síntesis, si no hay un horizonte simbólico ni un suelo, entonces no hay nada por qué decidirse. Es decir, no hay un sujeto cultural. 

A propósito de esta aseveración, y en un plano diferente al que venimos desarrollando, Kusch sostiene que la decisión cultural es la “actualización” de la tensión entre el horizonte simbólico y el suelo y que expresa las estrategias de vida del sujeto cultural (GHA-104). Por este motivo, dice Kusch, si la cultura es una estrategia para vivir en un lugar y en un tiempo, entonces es también política” (ib.) 

Naturalmente, aquí “política” está tomada en su amplia connotación, en tanto alude no sólo a un conjunto de voluntades que se “afirman” y traman un itinerario común, sino al elemental hecho de “hacer posible la vida”: “(…) una cultura -dice nuestro autor- tiene su esencia, su razón de ser en algo que es muy profundo, y que consiste en una estrategia para vivir, que un pueblo esgrime con los signos de su cultura. Cultura -asevera Kusch- es una política para vivir. Todo lo que se da en torno a la cultura (…) tiene que responder o esa estrategia para vivir” (GHA-104). 32

Los conceptos abordados nos permiten dibujar su marco de interrelación, a la vez que visualizar las características del “universo” cultural. 

La delimitación de este universo tiene, sin dudas, sugerentes implicancias para una “teoría de la cultura”. El planteo de Kusch permite recorrer un nivel de interrelaciones simbólicas a partir de las cuales las diferentes “prácticas sociales” (económica, política, religiosa, artística, etc.) no son vistas como yuxtaposiciones de la realidad ni necesitan estar referidas a “sujetos” o “actores” diferenciados, sino más bien, estas “prácticas” son las “puestas en juego” de “contextos simbólicos” (Cfr. en especial PIPA-269 a 287 y EAFA-15). A esto alude Kusch cuando fundamenta su metodología antropológica, insistiendo en la inversión de los vectores de análisis de la antropología científica (Cfr. nota 16). Partir del “pensamiento del grupo” (esto es, del espacio que dibujan el horizonte simbólico y el suelo) y desde allí reconstruir el hábitat, es abordar el núcleo seminal que proporciona los “contextos simbólicos” con que se visten la realidad y el quehacer cotidianos. “Lo meramente sociológico -afirma Kusch, ejemplificando un enfoque ampliamente difundido- en tanto constituye una descripción del fenómeno a partir de su pura visualidad, o de lo que es evidente-, no logra captar los elementos imponderables y específicos de un grupo. El pensamiento, en cambio -continúa Kusch- es entrecruzado, por una parte por las decisiones prácticas del grupo frente al medio geográfico y, por la otra, por el saber tradicional acumulado por las generaciones anteriores. La exterioridad sociológica sirve sólo para suponer una falsa posibilidad de adecuar el grupo a propuestas occidentales, en cambio el análisis del pensamiento del grupo obliga a que dichas propuestas sean tamizadas por las del propio grupo” (EAFA-14). 

Más allá de la discutible taxatividad del texto, es manifiesto el empeño kuscheano por superar las interpretaciones de la cultura a partir “de lo dado”, lo visible o lo determinable. El énfasis puesto en la dimensión de lo simbólico no es en vano. Como vimos, éste abre una veta de exploración en la que “lo imponderable” (de la conciencia) puede integrarse a un plexo de sentidos mucho mayor. Ciertamente, esto exige para Kusch la formulación de una nueva “racionalidad”, cuyas principales “pistas” están en lo que denomina “pensamiento popular” (EAFA-41 ss). 

El recorrido que planteamos nos permitió analizar el contexto en el que Kusch elabora la pregunta por el sujeto cultural de América, bajo un supuesto “metodológico” de fuerte gravitación en su obra y que podríamos enunciar -parafraseando un axioma de la crítica literaria33 -como que cada cultura engendra su propia “teoría”. Guardando para el término “teoría” su más amplia acepción. 

En otras palabras, la cuestión del sujeto cultural en América -por sus implicancias históricas y por su ineludible proyección en el quehacer filosófico- exige una interrogación y una crítica “situadas”, que den cuenta del carácter propiamente latinoamericano de la empresa.

Referencias

  1. El presente artículo es parte de un trabajo de mayor alcance sobre ‘sujeto cultural, estar y símbolo en Rodolfo Kusch”. correspondiente al programa “Historia del pensamiento argentino”, dirigido por Diego F. Pro. y realizado en 1988. Las obras de Kusch que hemos empleado en nuestra estudio son: 

1951 – “Paisaje y mestizaje en América”, en Sur N’ 205 pp. 37-M2. Buenas Aires. [PMA] 

1952 – “Metafísica vegetal”, en La Nación, suplemento cultural.4/ V. Buenos Aires. MV 

1953 – La seducción de la barbarie. Análisis herético de un continente mestizo. Buenos Aires. Raigal. LSB

1954 – “Inteligencia y barbarie”, en Contorno. N* 3. pp. 4-7. Bs. As. IB

1962 – América profunda. Buenos Aires. Hachette. Colecc. Nuevo Mirador. AP 

1966 –  Indios, porteños y dioses. Buenos Aires, Stilcograff. IPD 

1970 – El pensamiento indígena y popular en América. Puebla. México. J. M. Cajica. [PIPA] 

1973 – “Una lógica de la negación para comprender América, en Nuevo Mundo. T° 3, N* 1, San Antonio de Padua. Bs. As. enero-junio. ULN

1975 La negación en el pensamiento popular. Buenos Aires. Cimarrón. [LNP] 

1975 – “Dos reflexiones sobre la cultura”, en Cultura popular y filosofía de La liberación: una perspectiva latinoamericana. Buenos Aires. García Cambeiro. [DRSC]

1976 Geocultura del hombre americano. Buenos Aires. García Cambeiro. [GHA]

1978 Esbozo de una antropología filosófica americana. San Antonio de Padua. Buenos Aires. Castañeda. EAFA

1978 – “El hombre argentino y americano. Lo argentino y lo americano desde el ángulo simbólico-filosófico”, en STROMATA. T. XXXIV. pp 105-113. San Miguel. Buenos Aires. EHAA]

Cada obra está acompañada por una sigla que abrevia su título, empleada para las citas correspondientes. 

(2) Buena parte de este periplo intelectual puede recorrerse a través de la detallada “Bibliografía de Rodolfo Kusch (1922-1979)”, preparada por Muchuit. M.: Romsno. S. y Lengón, M. publicada en Revista MEGAFÓN, Ano VI. N* 11/12. en-dic 1980, Buenos AireS, Allí SE contabilizan 82 textos éditos, 8 inéditos y 27 trabajos en alusión a su pensamiento.

(3) Un hecho ejemplar de esta “decisión” es el traslado definitivo de Kusch a la localidad norteña -y desértica- de Maimará, en la provincia de Jujuy. que más que expresar un interés puramente “científico” por los estudios antropológicos del Altiplano, representa más bien un impulso vital “americanista” largamente amasado en el perfil de su obra. Los detalles de sus últimos años en Maimará, a través de referencias informales de sus colaboradores y por anécdotas plasmadas en los informes de trabajo de campo, son reveladores del decisivo papel que Juegan sus experiencias en el Altiplano en la maduración de su antropología filosófica.

(4) No desconocemos, obviamente. la natural gravitación que tiene en Kusch la problemática del “estar”, como categoría filosófica que redunda en su pensamiento y lo singulariza frente a otras expresiones del pensamiento argentino. Prueba de esto es la tematización de dicha problemática en los recientes estudios sobre el pensamiento de Kusch que en buena medida han “eclipsado” otras instancias de su filosofía. En rigor, la noción del “estar” aparece tratada con sistematicidad recién con la edición de AMÉRICA PROFUNDA y retomada con Igual énfasis en el pensamiento indígena y popular en América (1970) y en las obras subsiguientes. En el presente trabajo intentamos desbrozar una problemática más abarcadora y a la vez “persistente” en el pensamiento de Kusch, anticipada ya en Paisaje y mestizaje en América (1951), ampliada en La seducción de la barbarie (1953) y extensamente expuesta en las obras posteriores a América profunda. Con esto, abonamos la idea de que el pensamiento de Kusch ofrece innumerables regiones aún no exploradas, de suma actualidad. 

(5) La verbalización de la “dualidad”, la “oposición”, el “conflicto” de América es persistente en el análisis kuscheano de la cultura. Su primer intento de peso es. sin dudas La Seducción de la barbarie, donde explora las Formas simbólicas del mestizaje americano: ver en especial los cap. II. IV y VII.

(6) Para un análisis filosófico de estas nociones y sobra sus implicancias antropológicas, ver los capítulos 10 y 11 de EAFA.

(7)  La expresión “pensamiento occidental” provoca al lector, sin dudas, justificadas suspicacias. En rigor, esta usual noción kuscheana para designar “lo europeo” en sus aspectos culturales y filosóficos, cumple un valor metodológico que le permite extremar, en su contexto de uso, las diferencias entre “lo propiamente americano” y “lo extrañO a América”. Entre las variadas caracterizaciones del “pensamiento occidental”, Kusch destaca la sobrevaloración de la “razón* y la “conciencia”, a la vez que su función “determinante”, “objetivante” y “analítica” de la realidad, que modela una concepción puramente “óntica” del mundo. Un texto ejemplar sobre esto dice: “Occidente crea el objeto y además la determinación de lo objetual, o sea la ciencia. El pensamiento occidental gira en torno al qué, cómo lo óntico. Mejor dicho, lo óntico y lo objetual representan la originalidad de Occidente cómo cultura” (GHA-121) [subr. nuestro}. Otro texto aún más crítico: “[…) Occidente esgrime al patio de los objetos cómo su principal originalidad, cómo un área de determinación, de institucionalización de América. Todo el quehacer histórico de la invasión española, así como el de la implantación liberal, consiste en una instalación de entes como “constitución”, “estado”, “organización nacional”, etc. […) El pueblo [americano] se ha empeñado en desustancializar al ente a través de cuatro siglos de dominio. Pero es difícil nuestra pretensión de resustancializar a América. El verbo de América es. en todo esto, evidentemente otro” (GHA-150] [subr. nuestro]. 

(8) Refiriéndose a los modos “exteriores” e “interiores” de explorar los problemas culturales. Kusch recree la clásica distinción entre el “entender” y el “comprender” cómo diferentes posturas ante la cultura: dice Kusch “[el comprender] compone, aquel en cambio desarma y desmonta las piezas” (GHA-85, donde se detalla esta relación a propósito de un estudio de campo).

(9) La expresión “hermenéutica de lo preóntico” está elaborada, obviamente, a partir del diálogo crítico que mantiene Kusch con Heidegger [en especial con el primer Heidegger]. Sobre otra caracterización de lo preóntico relacionada con lo “impensado” por la racionalidad, dice Kusch: “Quizá pueda ubicarse mejor el problema en el plano de lo impensable, pero no en el sentido de Foucault, como una nebulosa previa al pensar, sino más bien como lo no pensado aún y que de alguna manera hace al pensar general. Si fuera así, en tanto el pensar siempre se refiere a lo óntico, es posible que lo no pensado aún se ubique en otra área que se da al margen del “esto es” y que no es totalmente ontificable. Por eso habría que determinarlo con el término de pre-óntico. pero no sólo como lo anterior a lo óntico, sino como el trasfondo desde al cual lo óntico mismo es un simple episodio” (EAFA-89) Sobre el diálogo Kusch-Heidegger. CFr. GHA-153ss. y EAFA 87-100, 127-134. Una ponderación de la relación entre ambos Filósofos puede encontrarase en el sustancioso trabajo de Scannone. J. C. “Sabiduría popular y pensamiento especulativo”. en Sabiduría popular, símbolo y filosofía. pp. 51-90, Buenos Aires. Guadalupe, 1984, ver especialmente el debate que sigue a la ponencia, con la intervención de E. Levinas y M. Olivetti, entre otros participantes.

(10) La expresión “patio de los objetos” es tomada por Kusch de Hartmann. Nicolai: Les principes d’une meaphysiqus de la consissance. París. Edition Montaigne, 1946; quien expresa que “Podríamos llamar ‘patio de los objetos’ a aquello que el sujeto atiende efectivamente en el conocimiento y que comprende parte de lo real que llegó a ser objeto”. La expresión la encontramos con usual recurrencia en diversos textos de Kusch. por ejemplo: “El patio (de los objetos] supone un lugar vacío donde conversamos y convivimos con los vecinos. para lo cual ponemos muebles, o sea las cosas que hemos creado para estar cómodos en el mundo. Y la ciudad crea esa posibilidad. por eso ella es un patio de los objetos. (…) Con todo es tu el hombre pierde la prolongación umbilical con la piedra y el árbol. Ha creado algo que suple al árbol, pero que no es árbol” (AP-130). También Cfr. GHA-108 acerca de la “ciencia” y “su patio de los objetos”.

(11) Numerosos textos reproducen el diálogo crítico que Kusch mantiene con sus contemporáneos teóricos de la cultura y la antropología. Entre los más recientes cabe citar a Foucault, Mircea Eliade. Ricoeur, Levi Strauss (Cfr. QHA, EAFA. entre otros). 

(12)  La resonancia de estas expresiones, al igual que el planteo propuesto por Kusch, difícilmente escapen a la escéptica y lúdica sospeche “posmoderna”, que dictamina la crisis de los “grandes relatos”, del “sujeto” y junto con ello, de toda “totalización” [Cfr. Lyotard. J-F.: La condición posmoderna. Madrid. Cátedra, 1984. p. 9], ya sea aquellos fundados en “la dialéctica del Espíritu, la hermenéutica del sentido o del sujeto razonante o trabajador” [ibídem). Al respecto, es precisp reparar en que el concepto de “totalidad” reclamado por Kusch para “comprender” nuestra cultura, no es “moderno”, en el sentido de no estar formulado desde una “racionalidad objetivadora y determinante”, ni otorga a la filosofía “latinoamericana” la función de un “metadiscurso” [grand récit) “legitimador”, así como tampoco se refiere al “sujeto americano” en términos del sujeto “yoico”, construida desde la pensable, lo fenoménico o desde la conciencia. Respecto de una “totalidad” formulada desde la racionalidad de la ciencia, el siguiente texto de Kusch amplía: “Diría que la ciencia renguea por su totalidad. Es una totalidad lograda sobre la razón misma, pero no al margen de la razón. Hay ciencia de cosas delimitadas, pero no hay ciencia aún de la totalidad. Por eso queda aún a la filosofía el descubrimiento de una racionalidad de la totalidad” (GHA108, subr. nuestro). La posibilidad de “otra” racionalidad es una de las preocupaciones más obsesivas de Kusch: en algunos textos asume la llamativa denominación de “racionalidad popular” (EAFA-48) o, en un contexto más comprehensivo: “pensamiento popular” (PIPA-259 ss). Sintéticamente para Kusch la racionalidad esté contenida en la “conciencia mítica”. Esta está estructurada por tras formas graduales de conciencia en las cuales paulatinamente la racionalidad “se construye en forma de objetividad” (EAFA-50). Para una profundización de estos temas, cfr. EAFA-23 ss., PIPA-27 ss. y también LNP, Sobre los alcances de la problemática kuscheana en términos de una “sabiduría popular de América”, Cfr. Cullen C. A. Fenomenología de la crisis moral. Sabiduría de la experiencia de los pueblos. San Antonio de Padua. Buenos Aires. 1978; y del mismo autor: “Sabiduría popular y fenomenología”. en Sabiduría popular, símbolo y filosofía, pp. 27-49. Bs. As.. Guadalupe. 1984. Acerca de las implicancias de la crítica “posmoderna” en América Latina, ver Brunner. J. Los debates sobre la modernidad y el futuro de América Latina. Santiago de Chile. FLACSO. Doc de Trabajo N* 293, 1986. 

(13) Respecto de la “totalidad” mentada por nuestro autor, valga el siguiente pasaje, contextualizado en un diálogo a propósito de la obra de Leví Strauss: “…por eso. si la cultura no se acepta como entidad biológica, habrá que tomarla al menos, como un código que brinda al individuo una coherencia de sentido en su existir. En nombre de este código, las necesidades de un chipayá no pueden ser entendidas en forma aislada, sino dentro de la coherencia cultural del mismo” (GHA-84). En otra parte: “… la totalidad de una cultura abarca un margen de irracionalidad del modo de ser, ya que es ‘porque sí’, porque seguramente ‘mis padres fueron así’ o. como dicen los campesinos de Bolivia, ‘porque es costumbre’ (GHA-114])

(14) Para esta reconstrucción de los “ejes” de la cultura, nos apoyamos en Franck. R.. Cultural’S ModelS. Language. History and Paradigma, en Dialogue, Québec. Vol. II. enero 1978. pp.34-43.

(15) La noción de “creación/creatividad” entendidas como circulación significante (simbólica} y como construcción “descentradora” de sujeto/objeto justificarían una relación, al menos conceptual, con las ideas de “textualidad” y “productividad” de la semiología, especialmente las inspiradas en el grupo Tel Quel. Sin embargo, es evidente la gravitación de le “hermenéutica”, muy en especial la de cuño ricoeureano. 

[16] La idea de “función”, intercambiable según los textos con la de “operación”. está tomada de la noción de “rito” como estereotipo de la creación” cultural popular [en tanto hecho colectivo, participado, preponderantemente religioso y simbólico). Al respecto. la idea de “cultura” aquí presente se funda principalmente en el llamado “trabajo de campo” que Kusch desarrolló en el Altiplano. Esta experiencia está estructurada por una metodología antropológica tendiente a comprender “la totalidad de lo humano en una cultura” [GHA-136 ss.)- Según Kusch existen dos vectores para el estudio de una comunidad: uno -que corresponde a la antropología científica- va desde el hábitat. pasa por los sistemas ecológicos, hasta llegar a las formas de supervivencia del grupo. El hábitat es considerado el soporte material sobre el que se monta el grupo. El otro vector -de la antropología “filosófica”-, va desde el pensamiento del grupo, pasando por su horizonte simbólico. hacia el hábitat. Desde esta perspectiva. aparece el paisaje propio del grupo. que consiste “en la interpretación que el grupo hace de su hábitat” [GHA-137). Una de las claves de este enfoque es que el “objeto” de estudio -el grupo o el informante- se transforme, frente al investigador, en “sujeto”, de modo tal que la investigación se convierta en comunicación de dos sujetos y surja la posibilidad de una convivencia. Esto exige hacer concurrir ambos vectores. Por otra parte, es preciso demarcar tres áreas de investigación: un área fenoménica [es lo que está a la vista: un ritual, una danza, una ceremonia, un producto artesanal), un área teórica [en la que se “exploran” las motivaciones a partir de un código de causas y en la que intervienen apreciaciones de la psicología, la economía o la sociología, las que Kusch pone en duda frecuentemente) y un área genética [es donde se ensaya una hipótesis de trabajo en torno del pensamiento simbólico del grupo, a través del análisis del discurso popular, (CFr. GHA-143 ss.) [GHA-136 a 142). 

17) Tanto en la acepción griega (Symbolon) como en la hebrea (mashal) o en la alemana (Sinnblld), el término que significa “símbolo” implica la unión de dos mitades: la del signo y la del significado. Sobre la etimología de Symbolon, cfr. Alleau, R. De la natura des symboles, París, Flammarion. 1958. Respecto de la naturaleza del símbolo como “dualidad” y “ambigüedad”, cfr. EAFA 131 a 134.

(18) Eliade. M. Traite d’histoire des religions, París. Gallimard. p. 385. 

(19) Lalande, A.. Vocabulaire critique et technique de la philosophie. art. “symbole sene”, n* 2, París. 1960. 

(20) Jung. C. G.. Tipos psicológicos. Buenos Aires, Emecé. 8va ed. 1962. p. 73. 

(21) Durand. Q. La imaginación simbólica, Buenos Aires. Amorrortu. 1971. p„ 17. Para el planteo global del símbolo y el simbolismo, seguimos esta obra al igual que el artículo de Alleau. R.. op. cit. 

(22) Respecto del carácter “dinámico” de la totalidad cultural que liberan los símbolos, p. e.: “Lo cultural es entonces dinámico por su relación entre lo dado como indeterminado y lo que se advierte como determinante, o sea el utensilio o la vestimenta, que se reducen a simple circunstancia. Y es que lo cultural consiste en un movimiento de visualización constante que parte de lo dedo o impensable y apunta a lo visible, en el sentido de presente, pero cuya esencia hasta en lo impensable misma. Todo a su vez brinda habitualidad si individua, ya que se ubica, no obstante el carácter impensable, en el horizonte simbólico propio y porque todo es a su vez Fundante” (EAFA-67, subr. nuestra), 

(23) Kusch hace referencia al Ereignis heideggeriano. Cfr. también GHA-135 e ib.-150 ss. 

(24) Sobre la conformación de lo simbólico en la cotidianidad de la cultura. cfr. ‘EAFA-57. Aquí se detalla la circulación simbólica a propósito del intercambio económico en la cultura campesina boliviana. También EAFA-23 ss., en torno del “discurso popular” y sus significaciones. Desde otra perspectiva de análisis, puede verse PIPA-59 a ss. 

(25) Sobre el carácter “organizador” de los símbolos: “Cultura se concreta entonces al universo simbólico en que habito. Pero este mismo universo tiene que estar jerarquizado e institucionalizado. Las instituciones sirven para mantener los modelos que mi cultura requiere. La iglesia, el estado, la enseñanza, son los que administran los modelos estables. A su vez, estos modelos tienen que ser sentidos como propios, generados por la propia cultura. En este sentido, un modelo cultural no es más que la visualización o concientización de un modo de ser” (GHA-120). 

[26] Foucault. M. La arqueología del saber. México. Siglo XXI. 1979. pp. 62 a 90. 

(27) Aludimos a la instancia enunciativa como “primer dato” del “Funcionamiento textual/discursivo de una cultura. O, dicho de otro modo, la enunciación come “puesta en práctica” de sujetos, mensajes y códigos en competencia.

(28) Ricoeur. P. Temps ot récit. (I. II y III) París. Ed. Seuil. 1983-5. t. III. pp. 31 ss. Una valoración de esta problemática desde una perspectiva latinoamericana se encuentra en Rubio Angula. J., “El trabajo del símbolo (Hermenéutica y narrativa), en Universitas Philosophica. Bogotá, Colombia. Año 3, N° 5. diciembre, 1085. pp. 37-56. 

(29) “El acervo no es un objeto que se traslade [p. e. a través de la “educación”) sino en todo caso es la reactualización del acto que funde lo cultural, el encuentro que encierra el símbolo, entre la posibilidad de un fundamento, y la urgencia de su hallazgo” (EAFA-137].

[30] El siguiente texto amplía estas nociones: “Lo que se dice de la cultura es sólo la graficación o residuo de un proceso, pero que hace a un mecanismo más profundo. La cultura se monta sobre las condiciones dadas en una tradición y con la variante de uno mismo en plena libertad para instalar una afirmación. Pero como hay algo pre-dado en el campo de lo impensable del “estar”, la cultura se reduce a un simple juego de encontrar algo así como el fundamento y poder fijar así un itinerario” (EAFA-136). Sobre lo histórico y los modos de recorrer la historia, cfr. GHA-35, ss.

(311 Sobre la problemática del estado y sus implicancias filosóficas en Kusch son ciertamente muy vastas las referencias textuales. La mayor parte de sus obras examina esta noción. Los tratamientos más sistemáticos y sugerentes son: AP-89 a 112 (“Definición del mero estar): AP-189 a 222 (el “estar” y la sabiduría de América]; PIPA-353 a 381 (El “estar nomas” y lo absoluto): GHA-153 a 158 (“El ‘estar siendo’ como estructura existencial y como decisión cultural”; este texto es la exposición más densa de la noción, desarrollada en diálogo con la filosofía de Heidegger). EAFA-87 a 99 y 127 a 134. Esta categoría ha servido de problemática fecunda para el impulso de una nueva perspectiva filosófica dentro de la filosofía latinoamericana, que ha hecho de la “sabiduría de los pueblos” su lugar de reflexión. Prueba de esto es el volumen Sabiduría popular, símbolo y filosofía (cfr. notas 9 y 12) que resume el diálogo de pensadores argentinos con un destacado grupo de pares europeos, entre ellos E. Levinas. B. Casper. P. Hunermann. etc.. a propósito de una “interpretación” latinoamericana de la cultura, fuertemente inspirada en el pensamiento de Kusch. Entre los estudios más recientes sobre el “estar”: Cullen. C. A. “Ser y estar, dos horizontes para definir la cultura”, en StromAta. San Miguel. Bs. As.. Vol. XXXIV. 1978. pp. “43-52”, del mismo autor: “Fenomenología de la crisis moral”. San Antonio de Padua. Bs, As., Castañeda, 1978: Haber, A. “Reflexiones sobre el estar en la filosofía de Rodolfo Kusch”. en Cultura Casa del Hombre, Buenos Aires, año I N° 1. 1981, Scannone. J. C. “Un nuevo punto de partida en la filosofía latinoamericana”, ed. mimeograf. 16 pp. a publicarse en Stromata. 1982..

(32) En el misma texto se define a la política como “algo que consiste en despertar un ethos” (GHA-104)

[33] La expresión y su valiosa justificación como precepto de la crítica literaria latinoamericana, corresponde a Graciela Maturo. CFr.. entre otros textos. Maturo. G. (ed.) Literatura y hermenéutica. Buenos Aires. García Cambeiro. 1986. 

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